Hace frío, una niebla espesa tapa el final de la calle y se escuchan ladridos de perros en la distancia.
Es de noche y la única compañía es la de las pocas farolas que iluminan el lugar en un intento de restarle protagonismo a las estrellas; es la forma perfecta de despejar mi mente después de un día ajetreado.
Es entonces cuando escucho unos pasos a metros detrás de mí. Por puro instinto, empiezo a caminar más rápido de lo normal, pero los pasos no cesan. Al contrario: aumentan su velocidad y se acercan cada vez más. No es que tenga miedo, puesto que no soy un cobarde ni nada parecido. Pero a tales horas, no debería haber nadie en la calle...
Todo se para de repente: los perros se callan, los grillos ya no grillan y los pasos se detienen. Empiezo a creer que todo ha sido una alucinación causada por el cansancio, o quizás por el estrés del trabajo.
Pocos segundos más tarde, cuando creía que todo había terminado, escucho una respiración lenta detrás de mí que me pone los pelos de punta. Intento girarme, pero el miedo se apodera de mi cuerpo y me quedo paralizado.
Victoria Freitas, 1º de E.S.O.